17.10.09

Duelo.

La primera vez que, por aquellos tiempos, se puso un fular de colores fue el día que empezó la guerra. Su ejército lo formaban ella, y los cuatro miembros de su banda favorita, que se limitaban al apoyo moral vía cascos, vía mp3, a cada parada de metro en la que entre bombardeos internos, se impulsaban las masas somnolientas a primera hora de la mañana. Y de la tarde. Y por la noche, menos dormidos.

Antes de que empezara la guerra, le gustaba observar a la masa. Detenerse en la belleza de cada arruga que adornaba la cara de la viejecita a la que había cedido el asiento; y reírse, no siempre en silencio, de las conversaciones de las colegialas que muy poco tiempo antes, eran ella.

Pero cuando empezó la guerra se sintió tan segura de sí misma por fuera y tan frágil por dentro, que decidió aferrarse a su ejército para no causar más bajas.

Unas semanas después, con los labios cortados de no besar, decidió firmar un Tratado de Paz en el que juró solemnemente que nunca permitiría que nadie tratara a su cuerpo con menos cariño, del que ella le tenía.

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